Historia.
Salvador Rodríguez Becerra.
El Corpus en Andalucía: De fiesta del poder a fiesta de la identidad.
Actualmente y quizás desde siempre, en parte por desconocimiento y quizás también por el deseo de valorar lo singular y propio frente a lo ajeno, se tiende a considerar ciertas formas culturales y rituales como únicas y excepcionales. Se olvida con ello la unidad básica cultural de todos los pueblos de la Península Ibérica, y si me apuran de Europa, desde la romanización, reforzada posteriormente con el cristianismo que recreó una institución más virtual que real que fueron los imperios carolingio y germánico y que promovió la unidad de todos los cristianos bajo la batuta de Roma y el papado. Soy consciente de que la diversidad geográfica e histórica ha ido creando situaciones con el devenir del tiempo que ha diversificado la cultura, que ya era diversa antes de los intentos de unificación imperio-papal, y por tanto, para explicar las realidades concretas es necesario ir de lo general a lo particular y viceversa. Esto es lo que hemos hecho en este texto circunscribiéndonos a Andalucía y más específicamente a alguna de las ciudades y pueblos, sin olvidar el contexto castellano y español en que se producen.
Esta dialéctica histórica entre homogeneidad y diversidad cultural dentro de la que nos desenvolveremos en este texto lo ilustraremos con dos ejemplos estrechamente relacionados con los rituales referidos a las dos ciudades que son el referente de este curso para nosotros: Toledo, la ciudad donde tiene lugar este encuentro, y Sevilla, ciudad donde vivo y estudio. Fue en la sede episcopal de Isidoro de Sevilla donde surgió el ritual ecleisiástico conocido como gótico-isidoriano, más tarde designado como mozárabe, que se extendió por casi todos los reinos peninsulares, llamándose posteriormente también toledano porque fuera en esta sede donde más intensamente se observaba y aún se sigue. En el siglo XI por influencia de Cluny la decisión de Gregorio VII -que luchó toda su vida por la preeminencia del papado- fue abolido este rito y sustituido por el ritual romano-galicano para Castilla. Posteriormente, cuando en el siglo XIII se establece, o restablece según otros, el cabildo eclesiástico de la iglesia de Toledo será el modelo que se siga en la de Sevilla, que a su vez será el modelo de las iglesias catedrales americanas. Con estos antecedentes difícilmente podemos hablar de originalidad y singularidad, aunque no podemos olvidar el propio desarrollo y los procesos de cambio y adaptación permanentes que se producen en las unidades sociales en nuevos contextos medioambientales y socioculturales (Guichot y Sierra, 1935:410).
La fiesta del Corpus Christi fue establecida para el orbe católico por el papa Urbano IV en 1264 generalizando el culto al Sacramento iniciado por la beata Juliana (1193-1258) en la diócesis de Lieja y el milagro de la forma ensangrentada de Bolsena (1263). El papa encomendó la redacción del oficio de la nueva fiesta a Tomás de Aquino que en la Summa Teológica ya defendía la presencia real de Cristo en la eucaristía. La procesión de la sagrada forma y la octava fue configurada por Juan XXII (1366-1334). Desde entonces la fiesta se extendió por todo el occidente europeo, primero en las grandes ciudades episcopales y luego en las restantes villas y lugares. En Al Andalus a medida que los Reyes Católicos fueron conquistando ciudades del reino nazarita instauraron la fiesta. Así tenemos constancia que ocurrió en la ciudad de Ronda y posteriormente en la de Granada.
Llega esta fiesta a Andalucía en un momento de efervescencia religiosa. Los cristianos, adueñados de las tierras y ciudades de los musulmanes, la utilizaron no sólo para conmemorar uno de los principales misterios de su fe, sino también para hacer resaltar aún más su victoria y hacer patente su poder, tanto político como religioso. ¿Que manifestación más contundente del poder que una procesión del Corpus? Así, la fiesta del Corpus que representa a la majestad divina y a la sociedad que la celebra con todo su poder terreno y en todo su esplendor toma carta de naturaleza, tanto en sus aspectos litúrgicos como lúdico-festivos, llegando a ser lo más importante en el ciclo festivo. En la actualidad, la celebración ha dejado de ser significativa para la mayoría de los pueblos y ciudades pues ha pasado a ser una mera celebración litúrgica que ha perdido el arraigo popular que en otro tiempo tuvo, desplazado hacia la Semana Santa que se ha convertido en las últimas décadas en la fiesta de Andalucía por excelencia. Sólo en determinadas poblaciones se ha constituido en la fiesta con la que los vecinos más claramente se identifican y les gusta ser identificados, es decir su fiesta mayor a pesar de que el símbolo que se conmemora -la presencia real de Jesús en el sacramento- no despierte mayor devoción religiosa.
La fiesta del Corpus que presentaba una gran unidad en su estructura y elementos constitutivos en todo el mundo hispánico y al parecer en gran parte de Europa, ha simbolizado a la sociedad jerarquizada y nucleada en torno a las corporaciones que la conformaban. En ella estaban presentes todos los estamentos y sectores sociales de la ciudad o villa que además tenían un lugar prefijado de acuerdo con los principios de jerarquía y antigüedad propios del Antiguo Régimen. Por encima de todos ellos se situaba el propio Dios, Jesús Sacramentado -supremobien- y sus representantes más directo, el clero urbano, a cuya cabeza figuraba el obispo. No estaba ausente el Demonio -supremo mal- representado por la tarasca.
Era esta una fiesta eminentemente urbana y aunque se celebraba con brillo en todos los núcleos poblados, era en las ciudades episcopales donde alcanzaba más altos niveles de esplendor y espectacularidad. La procesión era única para toda la ciudad, y la catedral iglesia colegial o parroquia mayor constituían el alfa y omega de la fiesta. A ella concurrirán las autoridades eclesiásticas, parroquias, órdenes religiosas y clérigos establecidos en ella, además de las instituciones civiles de la ciudad y el ayuntamiento presidido por el alcalde o corregidor. En las poblaciones menores de una sola parroquia era el principal referente. El cabildo municipal sufragaba los cuantiosos gastos de la fiesta en conjunción con los gremios y cofradías, costeando la tarasca, las danzas, los gigantes y cabezudos, las compañías de comedias, así como el exorno de las calles principales de la población por donde discurría la estación que entoldado, alfombrada con hierba aromáticas, vestía arcos con motivos alegóricos y realizaba los arreglos necesarios en la vía pública. A cambio, los caballeros regidores del cabildo municipal tenían el privilegio de llevar las varas del palio y cerraban la presidencia del cortejo (Gómez Martínez, 1995).
El hecho de la instauración del Corpus como fiesta de guardar para todo el mundo católico ha sido interpretada como una táctica de la Iglesia para mantener la unidad del ecúmene frente a las fuerzas disgregadoras nacidas de las devociones y creencias locales, propias de la diversidad cultural de los pueblos donde el cristianismo se había asentado. El Concilio de Trento (1551) la sancionó como la consagración del triunfo de la verdad que era tanto como decir el triunfo de la Iglesia sobre la herejía. El orden es, así mismo, otra nota definitoria de la fiesta, orden que representa la procesión y el propio itinerario, siempre fijo, salvo excepciones muy notables, al que se refieren los textos como la estación y que incluía los centro de poder real y simbólico: catedral o colegiata, ayuntamiento, palacio de justicia. Este orden estamental era más un ideal que una realidad como demuestran las luchas entre autoridades y gremios por la preeminencia del lugar donde los representantes de cada institución debían situarse, lo que originó ruidosos pleitos en los que se ponía en juego la dignidad de las instituciones. Terminó esta fiesta por configurar como paradigma del orden frente al desorden que representa el carnaval; a pesar de que hasta las reformas de Carlos III el Corpus tuvo mucho de carnavalesco (Rodriguez Becerra, 1992:16).
Contrasta igualmente esta fiesta con las de las cruces de mayo, -de tanto arraigo en Andalucía- establecida para conmemorar la invención de la santa Cruz, el otro símbolo por excelencia del cristianismo. En ésta, el nivel de participación vecinal y de grupos primarios: familia, vecindad, calles, patios y barrios con sus enseres personales, su dedicación y su presencia es muy amplia y generalizada. Contribuyen todos a vestir la cruz, montaje efímero pero muy participativo y en el que la rivalidad entre los diversos distritos que las instalan juega un papel estructural. Por otra parte, carece de instituciones formales y permanentes que la sostengan y las autoridades están ausentes de su celebración (Rodriguez Becerra, 1999).